Nos hemos acostumbrado a lo inmediato, a lo instantáneo.
Tanto que nos cuesta esperar unos segundos: una actualización en un
dispositivo puede alterarnos, ¡cuando en realidad es cuestión de segundos! La
velocidad a la que vivimos, el ritmo del día a día, puede parecernos
muy bueno, y lo es en algunos aspectos. No obstante, en medio de lo vertiginoso pueden desaparecer muchos detalles
valiosos, hermosos, y hasta imprescindibles.
Correr a casa después del trabajo puede parecer genial, pero, podemos perder algo hermoso: un instante de
cielo, la puesta de sol, garabatos de nubes. Pequeños descansos que recrean el alma. En un momento podemos observar con calma la gente que pasa, considerar sus rostros, su andar y pensar en su humanidad. Tienen su propia historia
y sus luchas. Quizás en un instante una oración silenciosa les bendiga. La necesidad nos pasa por al lado, a veces, y no la vemos. Nos apuramos para ir a correr en otro lado con el mismo
frenesí. ¡A menudo nos privamos de instantáneas maravillosas!
Levantar la mirada del “dispositivo” y mirar la vida
que nos rodea, ¡es tan agradable! Cuando viajás a la universidad, cuando caminás por la
calle, si mirás “afuera”, encontrás personas que viven, cada una con sus realidades específicas, gente cansada, gente feliz. La vida pasa, y todos
parecemos demasiado ocupados, ¡y tal vez nos estamos perdiendo lo mejor! El Candy crash
queda inmutable ante tu sonrisa, la pantalla de tu tablet también, pero podés
cambiarle el día a un niño, a un anciano, o a una persona cargada de problemas,
con solo sonreír. La tecnología está genial, y ayuda mucho, pero no dejemos que
nos domine y nos quite lo mejor que tenemos: nuestra capacidad de considerar al
otro, de verlo como persona, de amar, de comprender y ayudar. En fin, nuestra humanidad. Es un desafío. Pero recordá que Jesús
nos hizo libres. Vivamos en su libertad. ¡Disfrutémosla!
“Todo me está permitido, pero
no todo es para mi bien. Todo me está permitido, pero no dejaré que nada me
domine.” 2° Co. 6.12, NVI.