La compasión es una característica
cristiana por excelencia, porque, como alguien dijo, “es otro nombre del amor”. La compasión no es lástima, porque ésta solo se duele y añade una cuota de dolor, porque tiene connotaciones negativas, y no suele ver soluciones. Tampoco es sólo empatía, porque la empatía
se conduele, se identifica, pero no siempre procura hacer algo al respecto. La compasión también se conduele y se identifica con el que sufre, pero
busca hacer algo para aliviar el sufrimiento
que presencia.
Según su origen griego, compasión significa “sufrir juntos”…y, aunque relacionada con la empatía, es mucho más profunda que ésta. No solo se refiere a
identificarse con el sufrimiento del otro, a sentirlo “propio”, sino que además
implica un deseo de aliviarlo.
Los cristianos somos llamados a ser
compasivos.
A sentir empatía por el prójimo e ir un paso más guiados por el amor de Dios. Nos identificamos con el dolor del otro. Somos llamados a ser compasivos, como Jesús. Somos
llamados a amar de tal manera que la compasión brote del corazón y nos mueva a
procurar acciones y decisiones que lleven alivio al que sufre.
El Señor ha tenido compasión de nosotros: nos vio y dio su vida para que no tengamos que sufrir. Y para que llegue el día en que ya no habrá más sufrimiento. Seamos compasivos.
“Porque el amor de Dios ha sido
derramado en nuestro corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Ro. 5:5
b).