Para tratar con mi orgullo con amonestaciones llenas de amor… y de cordura.
Para edificar mi autoestima con elogios cargados de
ternura…y de verdad.
Para decirme que lo más genial que puedo ser, es ser yo mismo sin copiarme de nadie.
Para ayudarme a mirar a mis miedos directo a los ojos… y
vencerlos.
Para traer consuelo y sanidad, sin juzgar, cada vez que
tropiezo y me culpo.
Para sacudirme a la realidad cuando necesito los pies en la
tierra de nuevo.
Para ayudarme a volar cuando despego en la realización de un
sueño.
Para alentarme a confiar cuando flaquea la fe... y la lucha arrecia.
Para empujarme a saltar en alas de la fe ese pequeño charco, abismal para mí.
Para decirme con sinceridad lo que otros solo criticarían.
Para desafiarme a mejorar siempre y moldear mi carácter
Para mostrarme mis puntos fuertes, pero también las falencias.
Para decirme la verdad en amor y sin soberbia
Para recordarme lo valioso que soy con certeza cargada de
verdad…
Para señalar que mi propia humanidad sigue siendo débil, cuando me ataca la arrogancia
Para recordarme la gracia del Señor cuando soy demasiado duro conmigo mismo.
Para charlar
como si nada…¡después de perdonarme setenta veces siete!
Para recordarme que Jesús está conmigo todos los
días, cuando también lo veo en sus ojos.
Para mostrarme el amor de Cristo, tan real en un vaso de
barro que es tan “vaso de barro” como yo.
Los amigos no son casuales; son preciosos regalos de Dios. Constituyen nuestra riqueza incalculable: en ellos podemos ver a nuestro
gran Amigo, Creador de todo lo bueno.
Dios ha dispuesto que compartamos el trayecto de la vida con nuestros amigos, ¡y nos ha concedido que lo disfrutemos juntos!
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