Admítase o no, nuestra vida es un andar que deja huellas. Ya sea con nuestras palabras o nuestros silencios, con nuestras acciones o abstenciones, dondequiera que estemos, influenciamos. Impactamos a quienes nos rodean y esa influencia afectará, a su vez, a otros. Depende de nosotros que dicha influencia sea buena, noble y digna.
Quizás no pensamos en ello a menudo, pero, todos tenemos una historia
personal que escribimos a diario, sin darnos cuenta. Con aciertos y
desaciertos, fracasos y superaciones. Esa historia será parte de nuestra herencia.
Interactuando, aprendiendo, desarrollando capacidades y asumiendo riesgos, crecemos, maduramos, somos nosotros mismos. Así vamos determinando nuestro rumbo, dejando una marca que puede convertirse en un legado.
Cuando entregamos nuestra vida a Dios, Él nos guía para cumplir sus propósitos y alcanzar las metas que Él fijó. Nos dirige y transforma nuestra vida en una herencia bendita para otros.
El legado indeleble y
perdurable para las siguientes generaciones, es el que Dios preparó de antemano. El mayor, el que acerca a los hombres a Dios y que imparte su amor que salva.
El anhelo de Dios es revelar su amor a los que están lejos y a los que están cerca. Podemos sumar nuestra vida a ese propósito sublime, haciendo que cada día cuente, construyendo no sólo nuestra herencia material y familiar sino un legado espiritual que trasciende el tiempo y las personas.
Cumplir la misión de mostrar a otros el Camino que nos lleva
a Dios y formar vidas que prosigan con ella; transmitir la vida de Cristo a las nuevas generaciones, capacitándolas así para impactar el mundo que les tocará presenciar; vivir la Verdad de Dios en el amor de Dios mostrando que con Él es posible una vida íntegra... En fin, un legado espiritual que cimente las vidas en la Palabra de Dios, siempre serán el mayor legado.
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