Invierno incipiente. El cielo límpido y azul, la sensación del aire frío en el rostro, la escarcha en la hierba. Son sensaciones que nos derivan a la infancia, cuando salíamos, a pesar de todo, a jugar y a correr sin sentir frío jamás. Ahora, el viento afilado del junio sureño nos sumerge en lanas y abrigos y nos hace apurar el paso. Nos hace buscar las infusiones calientes, las comidas, la lectura junto a la chimenea -o la estufa-, el chocolate,... en fin, nuestros deleites sencillos. Placeres cotidianos que reconfortan y animan.
Esa capacidad de disfrutar lo bueno es un regalo de Dios. No sólo podemos disfrutar esas cosas grandes y fabulosas, sino las pequeñas, las que ocurren todos los días y a cada momento y que, muchas veces, nos dejan boquiabiertos.
La alegría espera, a pesar de todo, que la descubramos en cada gesto, en cada charla, en el mate y en el café humeante. En el viento arremolinado y en la lluvia, en la calidez del sol o del hogar. Dios creó todas las cosas buenas para que las disfrutemos.
Que en este tiempo podamos dar gracias a Dios, que nos da la vida, abrigo, sustento, paz y muchísimo más. Jesús, que vino a darnos una vida nueva, nos ofrece la vida eterna por la fe en Él. Una vida abundante y con propósitos eternos, no carente de dificultades, pero con la certeza de su compañía.
Su amor nos protege para siempre. Su amor salva y transforma. ¿Cómo no confiar en quien nos ama tanto?
Anhelo que en este invierno encuentres que Dios es real y puedas rendirle a Él tu corazón. Tu vida será transformada, te lo aseguro.
Y si ya lo conocés, que disfrutes como nunca antes, la vida verdadera que hallamos en Él. Verás que el mayor deleite es conocer a este Dios maravilloso y único y vivir con su compañía para siempre.
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