Sabemos que las normas de convivencia sana son necesarias y buenas. Las aprendemos de nuestros padres en el hogar y al crecer forman parte de nuestro carácter y de nuestros valores. Cuando entendemos su importancia, la obediencia a esos principios suele no ser difícil e incluso surge voluntaria y espontánea.
En el universo y en la naturaleza hay
orden, leyes y límites establecidos por Dios a los cuales se sujeta toda la
creación. Asimismo, Dios determinó preceptos para la vida, que
conducen a nuestro propio bien y al bien común. Comprender esa verdad nos permite seguirlos sin que sea una imposición, incluso con alegría. ¿Por qué? Porque son buenos y,
por lo tanto, agradables.
Dios lo dejó por escrito: La Biblia dice que sus preceptos son justos y agradables, dulces "como la miel". ¿Cómo es posible? ¿No es verdad que las reglas son restricciones severas y cuesta obedecerlas? Algunas de origen humano, quizás sí. Aun así, en esta cuestión de la obediencia, solemos reaccionar como el erizo, sacando "púas para afuera", a la defensiva, sin razón. Pero, cuando comprendemos cabalmente que lo que Dios dispone tiene un propósito de bien, vemos que es agradable y que obedecerlo no resulta amargo, sino "dulce". Dulce como la miel...
Podemos descubrir, quizás con gran asombro, que la obediencia a Dios se disfruta realmente, y no es una carga lúgubre impuesta. Si obedecemos las directivas de Dios es un deleite, porque sabemos que redunda en un bien mayor de lo que imaginamos, para nosotros y para los demás. Sin lugar a dudas, obedecer a Dios confiando en su amor y en su bondad nos hace descubrir la dulzura de lo bueno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario