miércoles, 4 de enero de 2023

Dulce como la miel

Por lo general nos gusta tomar nuestras propias decisiones y, unos más que otros, somos bastante individualistas, por lo que, cuando debemos sujetarnos a preceptos de otros, lo consideramos con atención. No obstante, si nos referimos al ámbito de trabajo, a una empresa o a una institución, la única opción es la sujeción a las normas impuestas. Se requiere de ellas para garantizar el desempeño eficaz y el funcionamiento adecuado. Con buen ánimo algunos, a regañadientes o resignados, todos seguimos las reglas establecidas en el ámbito en que nos movemos, estudiamos o trabajamos. Lo que suele determinar la diferencia es, si nos parecen buenas o no.

Sabemos que las normas de convivencia sana son necesarias y buenas. Las aprendemos de nuestros padres en el hogar y al crecer forman parte de nuestro carácter y de nuestros  valores. Cuando entendemos su importancia, la obediencia a esos principios suele no ser difícil e incluso surge voluntaria y espontánea.

En el universo y en la naturaleza hay orden, leyes y límites establecidos por Dios a los cuales se sujeta toda la creación. Asimismo, Dios determinó preceptos para la vida, que conducen a nuestro propio bien y al bien común. Comprender esa verdad nos permite seguirlos sin que sea una imposición, incluso con alegría. ¿Por qué? Porque son buenos y, por lo tanto, agradables.

Dios lo dejó por escrito: La Biblia dice que sus preceptos son justos y agradables, dulces "como la miel". ¿Cómo es posible? ¿No es verdad que las reglas son restricciones severas y cuesta obedecerlas? Algunas de origen humano, quizás sí. Aun así, en esta cuestión de la obediencia, solemos reaccionar como el erizo, sacando "púas para afuera", a la defensiva, sin razón. Pero, cuando comprendemos cabalmente que lo que Dios dispone tiene un propósito de bien, vemos que es agradable y que obedecerlo no resulta amargo, sino "dulce". Dulce como la miel...

Podemos descubrir, quizás con gran asombro, que la obediencia a Dios se disfruta realmente, y no es una carga lúgubre impuesta. Si obedecemos las directivas de Dios es un deleite, porque sabemos que redunda en un bien mayor de lo que imaginamos, para nosotros y para los demás. Sin lugar a dudas, obedecer a Dios confiando en su amor y en su bondad nos hace descubrir la dulzura de lo bueno.

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